ES domingo por la tarde y aquella chica llega a su casa.
Si observáramos con atención, diríamos
que ya no es más una chica. En lugar de eso, podríamos llamarla señora...pero no, por la forma de
vestir y de sentir, ella es todavía una chica. Un short de jean roto, un top
improvisado con un pedazo de tela y ojotas en los pies.
Cerveza fría en soledad, leyendo un libro con cara de concentración y un
poco de sueño. El ventilador gira enfrente de ella.
Espera.
El aparato hace un
ruido extraño que opaca los leves sonidos del barrio: algunos niños jugando en
la canchita de fútbol, una bici que entra en la casa y es conducida al estacionamiento, por un hombre y sus manos, los pájaros negros de la zona que pían al atardecer.
Ella
espera.
Espera mientras juega a ignorar su propia espera. Juega a la
incomunicación, se entrega a ella.
Recuerda el siglo XX.
Sus pies descalzos poseen algunos pelos negros que ella
nunca depila. Sus piernas parecen ser algo musculosas debajo de ese short roto,
su cara esta cansada y no sonríe.
Es verano y hace un calor húmedo acostumbrado.
Ella espera que algo mágico suceda en esa tarde de domingo.
Los domingos son domingos en cualquier parte del mundo.
Los domingos son domingos en cualquier parte del mundo.
La espera anula el factor sorpresa en cualquier parte del mundo.
La magia de la no repetición de los actos ajenos, nunca acontece en ningún lugar del mundo.
En cualquier lugar del mundo.
En ninguno,
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