28.12.17

Seis navidades sin Santa

La primera Navidad que pasó fuera del país le pegó fuerte en lo que refiere a foco y amor propio.
Desde que llegó la combativa adolescencia a su cuerpo, sintió y pensó que las navidades eran pura maniobra comercial,  decía que no creía en Dios, o si, pero que Dios no era toda la parafernalia que implicaba festejar el nacimiento de un ser mitológico (o hecho mito). Las fiestas en su casa las festejaba tranca, le daba un poco de hueva el ritual de Papá Noel y "tener que ir" a festejar cuando en realidad habría elegido quedarse leyendo o mirando alguna película europea, lenta, de invierno y café con leche.
Las fiestas son cíclicas, se van renovando los pequeños engañados. En un principio eran ella y sus primos, luego ella creció y quedaron sus primos. Luego nadie: todos fueron tan adultos que el ritual del arbolito perdió sentido y nada distinguía Navidad de un extraño compleaños multitudinario en el que los regalos se entregaban a medianoche. Cuando nacieron los sobrinos y su fue instaurando de nuevo la idea de ese ser que vuela en un trineo y trae regalos, le divertía participar de la farsa, ir a esconderse con los niños, alucinar asombro y recordar, fingir haberlo visto pasar, y a la vez, la contradicción la carcomía por dentro (como siempre, bah), la sensación de que los pibes se merecen saber que no existe semejante paparruchada, porque luego, cuando un amiguito les cuenta la verdad en un recreo, es mucho peor.
"Es la primera traición de nuestros padres, entendélo, ayer escuché a Casciari en la radio hablando del tema, y me pareció muy real lo que decía el tipo: tus padres son divinos, hermosos y unos dioses, les perdonás todas las veces que no te han comprado los helados y los juguetes que pedías, les perdonás las noches que te han dicho no a dormir con ellos, les perdonás todo, hasta que te enterás que te han mentido durante toda tu pequeña vida acerca de papa noel, ¿cómo que no existe? ¿Pero vos me estás jodiendo? ¿Y los reyes magos, entonces, tampoco?... Me dijeron que un anciano barbudo y gordo, vestido de rojo y blanco, volaba por todo el mundo (en un trineo!) (tirado por renos!) para dar regalos porque si, porque le pintaba, porque era bueno, sostuvieron esa mentira complotados con todos los adultos, durante todo un mes cada año, me hicieron escribirles cartas que quién sabe a dónde iban a parar, una esquizofrenia tremenda...¿Cómo me vas a decir ahora que eso no es verdad? ¿Qué sentido tiene este desencanto? ¿Puede haber tanta maldad? (diría Silvio Soldán). Yo realmente no sé si de grande quiero participar en semejante circo del horror. Cuando creces te das cuenta que ese es el primer desengaño de una larga lista de desengaños llamada vida, y ahora, a tus 36, atas cabos: ahí comenzó todo. "
Ese mail me llegó ayer. Abrí mi casilla de correos, tiritando por el frío del norte vietnamita, y me puse a recordar su historia, esa que me contó de a poquito, durante las últimas vacaciones que pasamos juntas en Mar del Plata.
Así había pasado todas sus adolescentes navidades, hasta que se hizo adulta, y las normalizó: eran sólo una oportunidad más para ver a toda la familia junta y comer como locos, aprovechar lo buen anfitrión que era su hermano y aceparle cada fernet o caipirinha que le ofreciera,  jugar un poco a ser una dócil dama que colabora con la limpieza de los platos, mientras se habla de ropa o decoración, como corresponde a todo ser con vagina.
Los años pasaron y se fue a vivir a Colombia. Llegó en un caluroso octubre y se quedó a vivir en el Caribe, cumpliendo el sueno de tantos oficinistas de "dejarlo todo e irse a la mierda". Trabajaba en un hotel y vivía con una compañera de la empresa. Era feliz con ese cambio de vida, era feliz con la playa y sus aguas turquesas, era feliz con el sol y se sentía flaca, mas no lo estaba. Era feliz con poco: con la novedad.
La noche de aquella primera Navidad en exilio voluntario, ella no tenía ningún plan ni familia ni sobrinos a quiénes mentir amablemente. Quiso rockearla y, para divertirse un poco y abandonar su trabajo de vendedora por unos minutos, aceptó disfrazarse de aquel Papá Noel repudiado por su pasado, un Papá Noel gordo y bastante petiso, nada nórdico. La meta era ofrecerse como adorno para las fotos de los turistas, "picture with Santa, picture with Santa" cantaban los fotógrafos, y ella, posaba en las fotos, cantaba jojojó, y ser divertía debajo de su abrigado traje rojo, su barba y sus anteojos de sol, "porque, si me voy a disfrazar de Papá Noel, que sea uno del palo, que tenga gafas de sol en la noche, y salga en las fotos haciendo cuernitos". Que sea Papá Rocker.
Ese paréntesis de juego y diversión la sacó un poco de la nostalgia por aquellos años de familia y reunión social no elegida que jamás pensó tener, pero tuvo. La adultez nos transforma en aceptantes, seres sociales, que ya no se cuestionan tanto las cosas, seres que no adolescen, seres triviales y adecuados, quizás por resignación, quizás por clonazepam, quizás por qué.
Al terminar su horario de trabajo, se fue con Agustín al estacionamiento, ya habían cerrado caja, ya habían despachado para el día siguiente a todos los clientes desesperados por ver las fotos con Papá Rocker y podían por fin comenzar a disfrutar del fin de la jornada laboral, ese límite tan ansiado, esa cuenta regresiva, ese orgasmo temporal. Fueron a la casa de él y se fumaron uno, quizás también compraron cerveza en el camino y seguro a ella le dio sueño. Tal vez él la invitó a festejar Navidad con otro grupo de fotógrafos, en cuyo caso ella mintió otro compromiso, y se fue a su casita, en donde con certeza estaban Teresa y el canadiense, su chongo de turno. Alto kilombo de ropa navideña sobre la cama, alto clima festivo, en las calles, en el edificio, en la casa sin paredes. Y ella fumada y al margen, como le gustaba estar cuando no encontraba lugar físico que la acogiera. Rechazó amablemente la segunda invitación de la noche (acaso la quinta de la semana). Cuando Teresa y canadian se fueron, en menos de un segundo sacó humo por su boca, una, dos, cinco veces, hasta que comenzó a quemarse los dedos y paró , para hacer una ofrenda a la Pachamama. Puso música, no recuerda qué, abrió la heladera: nada. Sólo queso y tortillas, la cena acostumbrada. La soledad de aquel monoambiente le dio la paz que necesitaba, quizás haya llorado. Quizás fue esa la noche en la que jugó con sus pupilas a desenfocar objetos y a reconocer la profundidad de campo en su ser, en sus ojos, en todo.
Su profundidad de campo era mínima, sólo se enfocaba a ella misma y los próximos cinco minutos, no era una profundidad de campo territorial era, más bien, una temporal. Iba de a poquito, avanzaba en la oscuridad del tiempo, como una ciega de reloj. A tientas, con los brazos hacia adelante, porque más allá, la nube. Le gustaba estar así. Detrás de ella, el desenfoque. Por delante, el desenfoque. A los costados, nublado, borroso. Por encima, sin embargo, el detalle.
Sería faltar a la verdad decir que se puso tremendamente nostálgica esa noche, que lloró recordando a su gente, pero si, el silencio la invadió y supo elegir bien.
Anos despues recordaría con orgullo y amor propio esa Navidad en soledad, la primera de su vida. Me diría, con altivez: "la primera Navidad que pasé fuera del país, me quedé sola en casa, viendo Nueve Reinas y me dormí antes de las doce. Y me gustó".








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