Mi vida transcurre muy tranquilamente cerquita de la playa más hermosa del mundo.
Gracias.
Me desvelo por las noches, recorriendo caminos de sueños negros, falta de colores, cartones, confesiones no católicas y un poco de miedo con sabor a mariposa.
Me levanto por las mañanas, luego de haber seguido soñando, pero dormida esta vez. Medito, si, medito. Escucho mantras y mientras tomo unos mates, me pongo a tejerle una pulserita a la gordita más linda de todo el país.
Un mosquito me rodea.
De repente. Asi, de la nada, aparece otro. Ya son dos.
A mí me parecía tener un par de picadas nocturnas, pero no las quería ver, para no aceptar que seres habían estado chupándome la sangre mientras yo soñaba, inocentemente.
Sobretodo, inocentemente.
Me pregunto si será posible aprender a convivir con los mosquitos.
Dejar que alguien te chupe la sangre, mientras haces tus actividades cotidianas, como lavarte los dientes o poner el agua a calentar.
Tenes mucho plasma, es injusto no compartirlo. Lo choto es la picazón posterior. Si no existiera la llamada roncha, no me molestaría ir por la vida con mosquitos en mi cuerpo, cual niño somalí con moscas en la cara.
El mosquito va por la vida lleno de sangre en su interior, sangre canadiense, sangre hermafrodita, sangre europea que se pega a nuestra piel, cuando lo matamos con un golpe de palma contra la gambeta.
Contiene en su interior millones de atomos de sabiduria tolteca o celta.
Y cuando dormís encerrado en un mosquitero, los sueños quedan atrapados, o salen, pero colados por la telita, hechos finitas tiras de colores y sonidos. Y no tienen fuerza para elevarse y hacerse realidad, diseñando expectativas y realidades paralelas a la tuya, tan color caqui y cuadrillé.
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