Ponele que me pongo a escuchar un mantra, no sé si te lo dije en esa carta añeja, pero si ahora recitaras tu devoción budista, yo me sentaría al lado tuyo a hacer mi devoción, no hacia vos, hacia todo, el todo, del que somos, fuimos, seremos parte.
Descansas en la seguridad de que nuestra historia se alarga a través de nuestras vidas, y de que, en cierta manera, estamos predestinados el uno al otro, por lo que nos pasó, por haberte vuelto aquella vez sin siquiera un beso y por habernos comido los cerebros mutuamente un par de años después. Nuestra historia empezó hace mil, me decís, la flasheé en el medio con otras mujeres y después te seguí conociendo o empecé a hacerlo, me decís, y eso te hace descansar en la seguridad de un futuro juntos, sin mover un pelo, el destino, sino azar, actuará y nos volverá a juntar, después de haber probado otros lugares más seguros y yo, después de haber hecho de America mi tierra.
Yo no sé si es tan así, no tengo esa seguridad (ni vos), tampoco me gusta jugar al destino novelesco, eso lo hacía de adolescente, quizás este bueno pensarlo así, no sé, no me importa, lo que sé es que ahora me hace falta esa conexión mental-literaria que no tuve con ningún otro ser, esas risas de pepa o no, ese mal humor, esa acidez crónica que te hacia un poco mal. No sé. Tu aliento fétido de cuerpo alcohólico, no sé.
La realidad es que ahora me encantaría que estuvieras acá, me dijeras mirándome a mis ojos de pestañas negras con tus ojos de pestañas largas, lo que me dijiste por teléfono, drogado y borracho aquella vez, esa mentira mundana que juega con el destino y nos imagina bailando en tanga-dos en una playa de Buzios. Decime que me extrañas, yo te digo que te extraño, y si, perdí las metáforas. Huyamos. Animate y vas a ser feliz, animate. O el tiempo va a seguir pasando y en nombre de la vida novelesca, vamos a morir sin saber lo que es estar juntos.
Y te lo digo escuchando Miranda.
Que me dolieras en esta dimensión.
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