"La chica más guapa de la ciudad"
Cass era la más joven y la más guapa de cinco hermanas. Cass era la chica más guapa de la ciudad. Medio india, con un cuerpo flexible y extraño, un cuerpo fiero v serpentino y ojos a juego. Cass era fuego móvil y fluido. Era como un espÃritu embutido en una forma incapaz de contenerlo. Su pelo era negro y largo, y sedoso y se movÃa y se retorcÃa igual que su cuerpo. Cass estaba siempre muy alegre o muy deprimida. Para ella no habÃa término medio. Algunos decÃan que estaba loca. Lo decÃan los tontos. A los hombres Cass les parecÃa simplemente una máquina sexual y no se preocupaban de si estaba loca o no. Y Cass bailaba y coqueteaba y besaba a los hombres pero, salvo un caso o dos, cuando llegaba la hora de hacerlo, Cass se evadÃa de algún modo, los eludÃa.
Sus hermanas la acusaban de desperdiciar su belleza, de no utilizar lo bastante su inteligencia, pero Cass poseÃa inteligencia y espÃritu; pintaba, bailaba, cantaba, hacÃa objetos de arcilla, y cuando la gente estaba herida, en el espÃritu o en la carne, a Cass le daba una pena tremenda. Su mente era distinta y nada más; sencillamente, no era práctica. Sus hermanas la envidiaban porque atraÃa a sus hombres, y andaban rabiosÃsimas porque creÃan que no sacaba todo el partido posible. TenÃa la costumbre de ser buena y amable con los feos; los hombres considerados guapos le repugnaban: `No tienen agallas -decÃa ella-. No tienen nervio. ConfÃan siempre en sus orejitas perfectas y en sus narices torneadas... todo fachada y nada dentro...` TenÃa un carácter rayano en la locura; un carácter que algunos calificaban de locura.
Su padre habÃa muerto del alcohol y su madre se habÃa largado dejando solas a las chicas. Las chicas se fueron con una pariente que las metió en un colegio de monjas. El colegio habÃa sido un lugar triste, más para Cass que para sus hermanas. Las chicas envidiaban a Cass y Cass se peleó con casi todas. TenÃa señales de cuchillas por todo el brazo izquierdo, de defenderse en dos peleas. TenÃa también una cicatriz imborrable que le cruzaba la mejilla izquierda; pero la cicatriz, en vez de disminuir su belleza, parecÃa, por el contrario, realzarla.
Yo la conocà en el bar West End unas noches después de que la soltaran del convento. Al ser la más joven, fue la última hermana que soltaron. Sencillamente entró y se sentó a mi lado. Yo quizá sea el hombre más feo de la ciudad, y puede que esto tuviese algo que ver con el asunto.
- ¿Tomas algo? -pregunté.
- Claro, ¿por qué no?
No creo que hubiese nada especial en nuestra conversación esa noche, era sólo el sentimiento que Cass transmitÃa. Me habÃa elegido y no habÃa más. Ninguna presión. Le gustó la bebida y bebió mucho. No parecÃa tener la edad, pero de todos modos le sirvieron. Quizás hubiese falsificado el carnet de identidad, no sé. En fin, lo cierto es que cada vez que volvÃa del retrete v se sentaba a mi lado yo sentÃa cierto orgullo. No sólo era la mujer más bella de la ciudad, sino también una de las más bellas que yo habÃa visto en mi vida. Le eché el brazo a la cintura y la besé una vez.
- ¿Crees que soy bonita? - preguntó.
- SÃ, desde luego. Paro hay algo más... algo más que tu apariencia...
- La gente anda siempre acusándome de ser bonita. ¿Crees de veras que soy bonita?
- Bonita no es la palabra, no te hace justicia.
Buscó en su bolso. Creà que buscaba el pañuelo. Sacó un alfiler de sombrero muy largo. Antes de que pudiera impedÃrselo se habÃa atravesado la nariz con él, de lado a lado, justo sobre las ventanillas. Sentà repugnancia y horror. Ella me miró y se echó a reÃr.
- ¿Crees ahora que soy bonita? ¿Qué piensas ahora, eh?
Saqué el alfiler y puse mà pañuelo sobre la herida. Algunas personas, incluido el encargado, habÃan observado la escena. El encargado se acercó.
- Mira -dijo a Cass-, si vuelves a hacer eso te echo. Aquà no necesitamos tus exhibiciones.
- ¡Vete a la mierda, amigo! -dijo ella.
- Será mejor que la controles -me dijo el encargado.
- No te preocupes -dije yo.
- Es mi nariz -dijo Cass-, puedo hacer lo que quiera con ella.
- No -dije-, a mà me duele.
- ¿Quieres decir que te duele a ti cuando me clavo un alfiler en la nariz?
- SÃ, me duele, de veras.
- De acuerdo, no lo volveré a hacer. Animo.
Me besó, pero como riéndose un poco en medio del beso y sin soltar el pañuelo de la nariz. Cuando cerraron nos fuimos a donde vivÃa. TenÃa un poco de cerveza y nos sentamos a charlar. Fue entonces cuando pude apreciar que era una persona que rebosaba bondad y cariño. Se entregaba sin saberlo. Al mismo tiempo retrocedÃa a zonas de descontrol e incoherencia. Esquizoide. Una esquizo hermosa y espiritual. Quizás algún hombre, algo, acabase destruyéndola para siempre. Espetaba no ser yo.
Nos fuimos a la cama y cuando apagué las luces me preguntó:
- ¿Cuándo quieres hacerlo, ahora o por la mañana?
- Por la mañana -dije, y me di la vuelta.
Por la mañana me levanté, hice un par de cafés y le llevé uno la cama.
Se echó a reÃr.
- Eres el primer hombre que conozco que no ha querido hacerlo por la noche.
- No hay problema -dije-. En realidad no tenemos por qué hacerlo.
- No, espera, ahora quiero yo. Déjame que me refresque un poco.
Se fue al baño. Salió en seguida, realmente maravillosa, largo pelo negro resplandeciente, ojos y labios resplandecientes, toda resplandor... Se desperezó sosegadamente, buena cosa. Se metió en la cama.
- Ven, amor.
Fui.
Besaba con abandono, pero sin prisa. Dejé que mis manos recorriesen su cuerpo, acariciasen su pelo. La monté. Su carne era cálida y prieta. Empecé a moverme despacio y queriendo que durara. Ella me miraba a los ojos.
- ¿Cómo te llamas? -pregunté.
- ¿Qué diablos importa? -preguntó ella.
Solté una carcajada y seguÃ. Después se vistió y la llevé en coche al bar, pero era difÃcil olvidarla. Yo no trabajaba y dormà hasta las dos y luego me levanté y leà el periódico. Cuando estaba en la bañera, entró ella con una gran hoja: una oreja de elefante.
- SabÃa que estabas en la bañera -dijo-, asà que te traje algo para tapar esa cosa, hijo de la naturaleza.
Y me echó encima, en la bañera, la hoja de elefante.
- ¿Cómo sabÃas que estaba en la bañera?
- Lo sabÃa.
Cass llegaba casi todos los dÃas cuando yo estaba en la bañera. No era siempre la misma hora, pero raras veces fallaba, y traÃa la hoja de elefante. Y luego hacÃamos el amor.
Telefoneó una o dos noches y tuve que sacarla de la cárcel por borrachera y pelea pagando la fianza.
- Esos hijos de puta -decÃa-, sólo porque te pagan unas copas creen que pueden echarte mano a las bragas.
- La culpa la tienes tú por aceptar la copa.
- Yo creÃa que se interesaban por mÃ, no sólo por mi cuerpo.
- A mà me interesas tú y tu cuerpo. Pero dudo que la mayorÃa de los hombres puedan ver más allá de tu cuerpo.
Dejé la ciudad y estuve fuera seis meses, anduve vagabuneando; volvÃ. No habÃa olvidado a Cass ni un momento, pero habÃamos tenido algún tipo de discusión y además yo tenÃa ganas ponerme en marcha, y cuando volvà pensé que se habrÃa ido; pero no llevaba sentado treinta minutos en el bar West End cuando ella llegó y se sentó a mi lado.
- Vaya, cabrón, has vuelto.
Pedà un trago para ella. Luego la miré. Llevaba un vestido de cuello alto. Nunca la habÃa visto vestida asÃ. Y debajo de cada ojo, clavado, llevaba un alfiler de cabeza de cristal. Sólo se podÃan ver las cabezas de los alfileres, pero los alfileres estaban clavados.
- Maldita sea, aún sigues intentando destruir tu belleza...
- No, no seas tonto, es la moda.
- Estás chiflada.
- Te he echado de menos -dijo.
- ¿Hay otro?
- No, no hay ninguno. Sólo tú. Pero ahora hago la vida. Cobro diez billetes. Pero para ti es gratis.
- Sácate esos alfileres.
- No, es la moda.
- Me hace muy desgraciado.
- ¿Estás seguro?
- SÃ, mierda, estoy seguro.
Se sacó lentamente los alfileres y los guardó en el bolso.
- ¿Por qué estropeas tu belleza? -pregunté-. ¿Por qué no aceptas vivir con ella sin más?
- Porque la gente cree que es todo lo que tengo. La belleza no es nada. La belleza no permanece. No sabes la suerte que tienes siendo feo, porque si le agradas a alguien sabes que es por otra cosa.
- Vale -dije-, tengo mucha suerte.
- No quiero decir que seas feo. Sólo que la gente cree que lo eres. Tienes una cara fascinante.
- Gracias.
Tomamos otra copa.
- ¿Qué andas haciendo? -preguntó.
- Nada. No soy capaz de apegarme a nada. Nada me interesa.
- A mà tampoco. Si fueses mujer podrÃas ser puta.
- No creo que quisiese establecer un contacto tan Ãntimo con tantos extraños. Debe ser un fastidio.
- Tienes razón, es fastidioso, todo es fastidioso.
Salimos juntos. Por la calle, la gente aún miraba a Cass.
Aún era una mujer hermosa, quizá más que nunca. Fuimos a casa y abrà una botella de vino y hablamos. A Cass y a mÃ, siempre nos era fácil hablar. Ella hablaba un rato yo escuchaba y luego hablaba yo. Nuestra conversación fluÃa fácil, sin tensión. Era corno si descubriésemos secretos juntos. Cuando descubrÃamos uno bueno, Cass se reÃa con aquella risa... de aquella manera que sólo ella podÃa reÃrse. Era como el gozo del fuego. Y durante la charla nos besábamos y nos arrimábamos. Nos pusimos muy calientes y decidimos irnos a la cama. Fue entonces cuando Cass se quitó aquel vestido de cuello alto y lo vi... vi la mellada y horrible cicatriz que le cruzaba el cuello. Era grande y ancha.
- Maldita sea, condenada, ¿qué has hecho? -dije desde la cama.
- Lo intenté con una botella rota una noche. ¿Ya no te gusto? ¿Soy bonita aún?
La arrastré a la cama y la besé. Me empujó y se echó a reÃr:
- Algunos me pagan los diez y luego, cuando me desvisto no quieren hacerlo. Yo me quedo los diez. Es muy divertido.
- Sà -dije-, no puedo parar de reÃr... Cass, zorra, te amo... deja de destruirte; eres la mujer con más vida que conozco.
Volvimos a besarnos. Cass lloraba en silencio. Sentà las lágrimas. Sentà aquel pelo largo y negro tendido bajo mà como una bandera de muerte. Disfrutamos e hicimos un amor lento y sombrÃo y maravilloso.
Por la mañana, Cass estaba levantada haciendo el desayuno. ParecÃa muy tranquila y feliz. Cantaba. Yo me quedé en la cama gozando su felicidad. Por fin; vino y me zarandeó:
- ¡Arriba, cabrón! ¡Chapúzate con agua frÃa la cara y la polla y ven a disfrutar del banquete!
Ese dÃa la llevé en coche a la playa. No era un dÃa de fiesta y aún no era verano, todo estaba espléndidamente desierto. Vagabundos playeros en andrajos dormÃan en la arena. HabÃa otros sentados en bancos de piedra compartiendo una botella solitaria. Las gaviotas revoloteaban, estúpidas pero distraÃdas. Ancianas de setenta y ochenta, sentadas en los bancos, discutÃan ventas de fincas dejadas por maridos asesinados mucho tiempo atrás por la angustia y la estupidez de la supervivencia. HabÃa paz en el aÃre. Nos besamos y estuvimos tumbados por allà y no hablamos mucho. Era agradable simplemente estar juntos. Compré bocadillos, patatas fritas y bebidas y nos sentamos a beber en la arena. Luego abracé a Cass y dormimos asà abrazados un rato. Era mejor que hacer el amor. Era como un fluir juntos sin tensión. Luego volvimos a casa en mi coche y preparé la cena. Después de cenar, sugerà a Cass que viviésemos juntos. Se quedó mucho rato mirándome y luego dijo lentamente: `No`. La llevé de nuevo al bar, le pagué una copa y me fui.
Al dÃa siguiente, encontré un trabajo como empaquetador en una fábrica y trabajé todo lo que quedaba de semana. Estaba demasiado cansado para andar mucho por ahÃ, pero el viernes por la noche me acerqué al West End. Me senté y esperé a Cass. Pasaron horas. Cuando estaba ya bastante borracho, me dijo el encargado.
-Siento lo de tu amiga.
-¿El qué? pregunté.
-Lo siento. ¿No lo sabias?
-No.
-Suicidio, la enterraron ayer.
-¿Enterrada? -pregunté.
ParecÃa como si fuese a aparecer en la puerta de un momento a otro, ¿cómo podÃa haber muerto?
-La enterraron las hermanas.
-¿Un suicidio? ¿Cómo fue?
-Se cortó el cuello.
-Ya. Dame otro trago.
Estuve bebiendo allà hasta que cerraron. Cass, la más bella de las cinco hermanas, la chica más guapa de la ciudad. Conseguà conducir hasta casa sin poder dejar de pensar que deberÃa haber insistido en que se quedara conmigo en vez de aceptar aquel `no`. Todo en ella habÃa indicado que le pasaba algo. Yo sencillamente habÃa sido demasiado insensible, demasiado despreocupado. Me merecÃa mi muerte y la de ella. Era un perro. No, ¿por qué acusar a los perros? Me levanté, busqué una botella de vino, bebà lúgubremente. Cass, la chica más guapa de la ciudad muerta a los veinte años.
Fuera, alguien tocaba la bocina de un coche. Unos bocinazos escandalosos, persistentes. Dejé la botella y aullé: `MALDITO SEAS, CONDENADO HIJO DE PUTA, CALLATE YA!`.
Y seguÃa avanzándo la noche y yo nada podÃa hacer.
Charles Bukowski.
Cass era la más joven y la más guapa de cinco hermanas. Cass era la chica más guapa de la ciudad. Medio india, con un cuerpo flexible y extraño, un cuerpo fiero v serpentino y ojos a juego. Cass era fuego móvil y fluido. Era como un espÃritu embutido en una forma incapaz de contenerlo. Su pelo era negro y largo, y sedoso y se movÃa y se retorcÃa igual que su cuerpo. Cass estaba siempre muy alegre o muy deprimida. Para ella no habÃa término medio. Algunos decÃan que estaba loca. Lo decÃan los tontos. A los hombres Cass les parecÃa simplemente una máquina sexual y no se preocupaban de si estaba loca o no. Y Cass bailaba y coqueteaba y besaba a los hombres pero, salvo un caso o dos, cuando llegaba la hora de hacerlo, Cass se evadÃa de algún modo, los eludÃa.
Sus hermanas la acusaban de desperdiciar su belleza, de no utilizar lo bastante su inteligencia, pero Cass poseÃa inteligencia y espÃritu; pintaba, bailaba, cantaba, hacÃa objetos de arcilla, y cuando la gente estaba herida, en el espÃritu o en la carne, a Cass le daba una pena tremenda. Su mente era distinta y nada más; sencillamente, no era práctica. Sus hermanas la envidiaban porque atraÃa a sus hombres, y andaban rabiosÃsimas porque creÃan que no sacaba todo el partido posible. TenÃa la costumbre de ser buena y amable con los feos; los hombres considerados guapos le repugnaban: `No tienen agallas -decÃa ella-. No tienen nervio. ConfÃan siempre en sus orejitas perfectas y en sus narices torneadas... todo fachada y nada dentro...` TenÃa un carácter rayano en la locura; un carácter que algunos calificaban de locura.
Su padre habÃa muerto del alcohol y su madre se habÃa largado dejando solas a las chicas. Las chicas se fueron con una pariente que las metió en un colegio de monjas. El colegio habÃa sido un lugar triste, más para Cass que para sus hermanas. Las chicas envidiaban a Cass y Cass se peleó con casi todas. TenÃa señales de cuchillas por todo el brazo izquierdo, de defenderse en dos peleas. TenÃa también una cicatriz imborrable que le cruzaba la mejilla izquierda; pero la cicatriz, en vez de disminuir su belleza, parecÃa, por el contrario, realzarla.
Yo la conocà en el bar West End unas noches después de que la soltaran del convento. Al ser la más joven, fue la última hermana que soltaron. Sencillamente entró y se sentó a mi lado. Yo quizá sea el hombre más feo de la ciudad, y puede que esto tuviese algo que ver con el asunto.
- ¿Tomas algo? -pregunté.
- Claro, ¿por qué no?
No creo que hubiese nada especial en nuestra conversación esa noche, era sólo el sentimiento que Cass transmitÃa. Me habÃa elegido y no habÃa más. Ninguna presión. Le gustó la bebida y bebió mucho. No parecÃa tener la edad, pero de todos modos le sirvieron. Quizás hubiese falsificado el carnet de identidad, no sé. En fin, lo cierto es que cada vez que volvÃa del retrete v se sentaba a mi lado yo sentÃa cierto orgullo. No sólo era la mujer más bella de la ciudad, sino también una de las más bellas que yo habÃa visto en mi vida. Le eché el brazo a la cintura y la besé una vez.
- ¿Crees que soy bonita? - preguntó.
- SÃ, desde luego. Paro hay algo más... algo más que tu apariencia...
- La gente anda siempre acusándome de ser bonita. ¿Crees de veras que soy bonita?
- Bonita no es la palabra, no te hace justicia.
Buscó en su bolso. Creà que buscaba el pañuelo. Sacó un alfiler de sombrero muy largo. Antes de que pudiera impedÃrselo se habÃa atravesado la nariz con él, de lado a lado, justo sobre las ventanillas. Sentà repugnancia y horror. Ella me miró y se echó a reÃr.
- ¿Crees ahora que soy bonita? ¿Qué piensas ahora, eh?
Saqué el alfiler y puse mà pañuelo sobre la herida. Algunas personas, incluido el encargado, habÃan observado la escena. El encargado se acercó.
- Mira -dijo a Cass-, si vuelves a hacer eso te echo. Aquà no necesitamos tus exhibiciones.
- ¡Vete a la mierda, amigo! -dijo ella.
- Será mejor que la controles -me dijo el encargado.
- No te preocupes -dije yo.
- Es mi nariz -dijo Cass-, puedo hacer lo que quiera con ella.
- No -dije-, a mà me duele.
- ¿Quieres decir que te duele a ti cuando me clavo un alfiler en la nariz?
- SÃ, me duele, de veras.
- De acuerdo, no lo volveré a hacer. Animo.
Me besó, pero como riéndose un poco en medio del beso y sin soltar el pañuelo de la nariz. Cuando cerraron nos fuimos a donde vivÃa. TenÃa un poco de cerveza y nos sentamos a charlar. Fue entonces cuando pude apreciar que era una persona que rebosaba bondad y cariño. Se entregaba sin saberlo. Al mismo tiempo retrocedÃa a zonas de descontrol e incoherencia. Esquizoide. Una esquizo hermosa y espiritual. Quizás algún hombre, algo, acabase destruyéndola para siempre. Espetaba no ser yo.
Nos fuimos a la cama y cuando apagué las luces me preguntó:
- ¿Cuándo quieres hacerlo, ahora o por la mañana?
- Por la mañana -dije, y me di la vuelta.
Por la mañana me levanté, hice un par de cafés y le llevé uno la cama.
Se echó a reÃr.
- Eres el primer hombre que conozco que no ha querido hacerlo por la noche.
- No hay problema -dije-. En realidad no tenemos por qué hacerlo.
- No, espera, ahora quiero yo. Déjame que me refresque un poco.
Se fue al baño. Salió en seguida, realmente maravillosa, largo pelo negro resplandeciente, ojos y labios resplandecientes, toda resplandor... Se desperezó sosegadamente, buena cosa. Se metió en la cama.
- Ven, amor.
Fui.
Besaba con abandono, pero sin prisa. Dejé que mis manos recorriesen su cuerpo, acariciasen su pelo. La monté. Su carne era cálida y prieta. Empecé a moverme despacio y queriendo que durara. Ella me miraba a los ojos.
- ¿Cómo te llamas? -pregunté.
- ¿Qué diablos importa? -preguntó ella.
Solté una carcajada y seguÃ. Después se vistió y la llevé en coche al bar, pero era difÃcil olvidarla. Yo no trabajaba y dormà hasta las dos y luego me levanté y leà el periódico. Cuando estaba en la bañera, entró ella con una gran hoja: una oreja de elefante.
- SabÃa que estabas en la bañera -dijo-, asà que te traje algo para tapar esa cosa, hijo de la naturaleza.
Y me echó encima, en la bañera, la hoja de elefante.
- ¿Cómo sabÃas que estaba en la bañera?
- Lo sabÃa.
Cass llegaba casi todos los dÃas cuando yo estaba en la bañera. No era siempre la misma hora, pero raras veces fallaba, y traÃa la hoja de elefante. Y luego hacÃamos el amor.
Telefoneó una o dos noches y tuve que sacarla de la cárcel por borrachera y pelea pagando la fianza.
- Esos hijos de puta -decÃa-, sólo porque te pagan unas copas creen que pueden echarte mano a las bragas.
- La culpa la tienes tú por aceptar la copa.
- Yo creÃa que se interesaban por mÃ, no sólo por mi cuerpo.
- A mà me interesas tú y tu cuerpo. Pero dudo que la mayorÃa de los hombres puedan ver más allá de tu cuerpo.
Dejé la ciudad y estuve fuera seis meses, anduve vagabuneando; volvÃ. No habÃa olvidado a Cass ni un momento, pero habÃamos tenido algún tipo de discusión y además yo tenÃa ganas ponerme en marcha, y cuando volvà pensé que se habrÃa ido; pero no llevaba sentado treinta minutos en el bar West End cuando ella llegó y se sentó a mi lado.
- Vaya, cabrón, has vuelto.
Pedà un trago para ella. Luego la miré. Llevaba un vestido de cuello alto. Nunca la habÃa visto vestida asÃ. Y debajo de cada ojo, clavado, llevaba un alfiler de cabeza de cristal. Sólo se podÃan ver las cabezas de los alfileres, pero los alfileres estaban clavados.
- Maldita sea, aún sigues intentando destruir tu belleza...
- No, no seas tonto, es la moda.
- Estás chiflada.
- Te he echado de menos -dijo.
- ¿Hay otro?
- No, no hay ninguno. Sólo tú. Pero ahora hago la vida. Cobro diez billetes. Pero para ti es gratis.
- Sácate esos alfileres.
- No, es la moda.
- Me hace muy desgraciado.
- ¿Estás seguro?
- SÃ, mierda, estoy seguro.
Se sacó lentamente los alfileres y los guardó en el bolso.
- ¿Por qué estropeas tu belleza? -pregunté-. ¿Por qué no aceptas vivir con ella sin más?
- Porque la gente cree que es todo lo que tengo. La belleza no es nada. La belleza no permanece. No sabes la suerte que tienes siendo feo, porque si le agradas a alguien sabes que es por otra cosa.
- Vale -dije-, tengo mucha suerte.
- No quiero decir que seas feo. Sólo que la gente cree que lo eres. Tienes una cara fascinante.
- Gracias.
Tomamos otra copa.
- ¿Qué andas haciendo? -preguntó.
- Nada. No soy capaz de apegarme a nada. Nada me interesa.
- A mà tampoco. Si fueses mujer podrÃas ser puta.
- No creo que quisiese establecer un contacto tan Ãntimo con tantos extraños. Debe ser un fastidio.
- Tienes razón, es fastidioso, todo es fastidioso.
Salimos juntos. Por la calle, la gente aún miraba a Cass.
Aún era una mujer hermosa, quizá más que nunca. Fuimos a casa y abrà una botella de vino y hablamos. A Cass y a mÃ, siempre nos era fácil hablar. Ella hablaba un rato yo escuchaba y luego hablaba yo. Nuestra conversación fluÃa fácil, sin tensión. Era corno si descubriésemos secretos juntos. Cuando descubrÃamos uno bueno, Cass se reÃa con aquella risa... de aquella manera que sólo ella podÃa reÃrse. Era como el gozo del fuego. Y durante la charla nos besábamos y nos arrimábamos. Nos pusimos muy calientes y decidimos irnos a la cama. Fue entonces cuando Cass se quitó aquel vestido de cuello alto y lo vi... vi la mellada y horrible cicatriz que le cruzaba el cuello. Era grande y ancha.
- Maldita sea, condenada, ¿qué has hecho? -dije desde la cama.
- Lo intenté con una botella rota una noche. ¿Ya no te gusto? ¿Soy bonita aún?
La arrastré a la cama y la besé. Me empujó y se echó a reÃr:
- Algunos me pagan los diez y luego, cuando me desvisto no quieren hacerlo. Yo me quedo los diez. Es muy divertido.
- Sà -dije-, no puedo parar de reÃr... Cass, zorra, te amo... deja de destruirte; eres la mujer con más vida que conozco.
Volvimos a besarnos. Cass lloraba en silencio. Sentà las lágrimas. Sentà aquel pelo largo y negro tendido bajo mà como una bandera de muerte. Disfrutamos e hicimos un amor lento y sombrÃo y maravilloso.
Por la mañana, Cass estaba levantada haciendo el desayuno. ParecÃa muy tranquila y feliz. Cantaba. Yo me quedé en la cama gozando su felicidad. Por fin; vino y me zarandeó:
- ¡Arriba, cabrón! ¡Chapúzate con agua frÃa la cara y la polla y ven a disfrutar del banquete!
Ese dÃa la llevé en coche a la playa. No era un dÃa de fiesta y aún no era verano, todo estaba espléndidamente desierto. Vagabundos playeros en andrajos dormÃan en la arena. HabÃa otros sentados en bancos de piedra compartiendo una botella solitaria. Las gaviotas revoloteaban, estúpidas pero distraÃdas. Ancianas de setenta y ochenta, sentadas en los bancos, discutÃan ventas de fincas dejadas por maridos asesinados mucho tiempo atrás por la angustia y la estupidez de la supervivencia. HabÃa paz en el aÃre. Nos besamos y estuvimos tumbados por allà y no hablamos mucho. Era agradable simplemente estar juntos. Compré bocadillos, patatas fritas y bebidas y nos sentamos a beber en la arena. Luego abracé a Cass y dormimos asà abrazados un rato. Era mejor que hacer el amor. Era como un fluir juntos sin tensión. Luego volvimos a casa en mi coche y preparé la cena. Después de cenar, sugerà a Cass que viviésemos juntos. Se quedó mucho rato mirándome y luego dijo lentamente: `No`. La llevé de nuevo al bar, le pagué una copa y me fui.
Al dÃa siguiente, encontré un trabajo como empaquetador en una fábrica y trabajé todo lo que quedaba de semana. Estaba demasiado cansado para andar mucho por ahÃ, pero el viernes por la noche me acerqué al West End. Me senté y esperé a Cass. Pasaron horas. Cuando estaba ya bastante borracho, me dijo el encargado.
-Siento lo de tu amiga.
-¿El qué? pregunté.
-Lo siento. ¿No lo sabias?
-No.
-Suicidio, la enterraron ayer.
-¿Enterrada? -pregunté.
ParecÃa como si fuese a aparecer en la puerta de un momento a otro, ¿cómo podÃa haber muerto?
-La enterraron las hermanas.
-¿Un suicidio? ¿Cómo fue?
-Se cortó el cuello.
-Ya. Dame otro trago.
Estuve bebiendo allà hasta que cerraron. Cass, la más bella de las cinco hermanas, la chica más guapa de la ciudad. Conseguà conducir hasta casa sin poder dejar de pensar que deberÃa haber insistido en que se quedara conmigo en vez de aceptar aquel `no`. Todo en ella habÃa indicado que le pasaba algo. Yo sencillamente habÃa sido demasiado insensible, demasiado despreocupado. Me merecÃa mi muerte y la de ella. Era un perro. No, ¿por qué acusar a los perros? Me levanté, busqué una botella de vino, bebà lúgubremente. Cass, la chica más guapa de la ciudad muerta a los veinte años.
Fuera, alguien tocaba la bocina de un coche. Unos bocinazos escandalosos, persistentes. Dejé la botella y aullé: `MALDITO SEAS, CONDENADO HIJO DE PUTA, CALLATE YA!`.
Y seguÃa avanzándo la noche y yo nada podÃa hacer.
Charles Bukowski.
1 comentario:
ay chuls y esto de donde salio? me encanto!!!!
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